José caminaba mucho cada día buscando maderas para tallar, y mientras María estaba de visita en la región montañosa de Judea, donde vivía su prima Isabel, pensó que sería buena idea hacer algo especial para el pequeño Jesús, el gran milagro que estaba por llegar.
En la madera imaginaba su futuro hogar, las vetas de las ramas y troncos le ayudaban a crear, y así José ponía su alma en todo lo que hacía, en sus labores de carpintería y en los cuidados de su familia.
Y mientras paseaba por el mar de Galilea buscando nuevas ramas para trabajar, observó de lejos los botes de los pescadores que estaban mar adentro, y le pareció ver que muchos de ellos escuchaban a uno que irradiaba gran luz.
Achicó los ojos para ver mejor, pero de pronto el viento lo rodeó con aromas dulces, se agitaron las olas y la arena en el aire le hizo cubrir su mirada. En ese instante miró sus pies y levantó una vieja rama de olivo que había llegado hasta él, tomó asiento en unas rocas, y se puso a tallar en la madera.
El mar brillaba con la luz del sol y una gran paz invadió su corazón. Se sentía acompañado de un inmenso amor que todavía no conocía, pero que sentía cercano en su pecho, pues latía similar al pulsar de las olas.
Entonces deslizó las gubias una y otra vez hasta conseguir la forma deseada, y con una piedra áspera suavizó los bordes más filosos de la madera. Unos niños que pasaban por ahí se le quedaron viendo mientras soplaba el polvillo sobrante.
“¿Qué es eso?”, le preguntaron.
Y luego él les mostró lo que había tallado. En sus manos vieron una forma cóncava que bien podría surcar los mares y regresar con miles de peces. Era un pequeño bote, uno que estaba en espera de su pequeño Capitán.
Los niños quisieron aprender a tallar uno y se quedó a enseñarles con mucha paciencia. Más tarde, se despidió de ellos, abordó un bote y viajó de noche mirando las estrellas con la certeza de que lo acompañarían de regreso a casa.
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